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miércoles, 30 de septiembre de 2009

El Arte del Control del Balón

Este video está titulado “Art of Ball Control” (el Arte del Control del Balón) y no me parece casual que sus iniciales sean “ABC”, porque lo más básico suele ser también lo más importante. Si tenés 4 minutos, no lo dudes.

lunes, 28 de septiembre de 2009

"El último entrenador", de Juan Sasturain

Me lo encuentro de casualidad el sábado en Adrogué, en el cumpleaños de la hijita de un amigo. Salta el apellido que es raro, poco frecuente, y enseguida asocio a ese viejo, ese abuelo materno sentado casi de regalo a un costado de la mesa puesta en el extremo del living, con los recuerdos de infancia.
De las figuritas, no. No es un jugador pero es un nombre y una vaga cara del fútbol. Aprovecho que los pibes se van al patio a devastar lo que queda de un jardín con más calas que pensamientos y le busco la memoria con una pregunta respetuosa, como tocar a un oso despeluchado con un palo a través de las rejas:
-Su apellido me suena -le digo mientras nuestras manos convergen sobre la fuente de masitas-. Lo asocio con el fútbol de los cuarenta y cincuenta, cuando yo era chico, ¿Puede ser?
Tras un momento me confirma que sí, que es él, y el reconocimiento al que no está acostumbrado lo ilumina un poco, apenas, como las velitas de esa torta de nena, sin jugadores, que espera en medio de la mesa.
-Ya nadie se acuerda.
-No crea.
Nos trenzamos a charlar y no sé bien cómo pero al rato, mientras los otros destapan botellas, nosotros estamos en el dormitorio -porque esa es su casa, la de siempre- destapando una caja de alevosos recuerdos.
-Ese año que usted dice salimos campeones -revuelve, encuentra-. Fíjese, acá estoy yo.
Y me señala lo evidente, lo alevoso de su figuración. Es la foto de una revista y él está parado a un costado, el penúltimo de la fila de arriba, entre un colado habitual y un marcador de punta de los que todavía no se llamaban así.
-Qué pinta.
Tiene bigotitos, el jopo tieso de Gomina o Ricibrill y una E bien grande de pañolenci pegada -acaso con broches- en medio del pecho. El rompevientos -así se llamaban los inevitables buzos azules de gimnasia de entonces- está algo descolorido y los pantalones abombachados se le ajustan a la cintura un poco demasiado arriba, le dan un aire ridículo. El equipo, los colores del equipo que enfrenta a la cámara en dos niveles -atrás y de pie, la defensa; abajo y agachados los delanteros del siete al once, y el nueve con la pelota-, no importa demasiado ni viene al caso. Pero la cancha está llena.
-Linda foto -digo, porque es linda foto en serio.
-Psé.
Me muestra otra parecida de esa época, de un diario, y después otra más, posterior, coloreada a mano al estilo fotógrafo de plaza. Ya el equipo es otro y las tribunas detrás, mucho más bajas. El rompevientos -es el mismo, estoy seguro de que es el mismo- está un poco más descolorido.
Pone las tres fotos en fila y me dice, me sorprende:
-No estoy.
-Cómo que no.
Y por toda respuesta, contra toda evidencia, pone el dedo en el epígrafe, va de jugador en jugador, de nombre en nombre, y el suyo en todos los casos brilla -como el Ricibrill- por su ausencia.
-No era costumbre, supongo -y me siento estúpido.
-No era el tiempo, todavía -recuerda sin ira.
-Claro.
Él sigue revolviendo, elige y me alcanza. Y yo pienso que ese hombre de destino lateral, anónimo adosado al margen del grupo de los actores con una E grotesca en el uniforme de fajina era casi, para entonces, como un mecánico junto al piloto consagrado, o como el veterano de nariz achatada que se asoma al borde del ring junto al campeón. Su lugar estaba ahí, al ras del pasto; su función se acababa entre semana.
-No era el tiempo todavía -repite.
Y sabe que llegó empírico y temprano y se metió de costado en la foto en que salió borrado.
-En esa época había pedicuros, dentistas, porteros... -dice de pronto con extraño énfasis-. Era el nombre de lo que hacían. Ahora les dicen podólogos, odontólogos, encargados... Esas boludeces, como si fuera más prestigioso... Y yo era entrenador.
-No director técnico.
-Pts... Ni me hable, por favor... -y se le escapa cierta furia sorda, muy masticada.
-No le hablo. Tiene razón.
Compartimos en silencio certezas menores, módicos resentimientos.
-Vinieron con la exigencia de diploma -dice de pronto.
-Claro.
Me sumo a su fastidio y de ahí saltamos a desmenuzar los detalles, el contraste: el banquito con techo, el verso táctico, el vestuario aparatoso y la pilcha elegida para salir el domingo, esa que nunca se puso. Cuando quiero atenuar tanta simpleza sin lastimarlo, se me adelanta:
-Le digo: no se lo cambio.
-Le creo.
En eso, los primeros padres que vienen a recoger a sus niños irrumpen en el dormitorio y entre disculpas se llevan los pulóveres, las camperas apiladas sobre la cama grande. Entra la mujer de mi amigo, incluso.
-Ah, papá... estabas acá -y suspira como si encontrarlo en una casa de tres habitaciones fuera un trabajo-. Y siempre con esas cosas viejas. Sabés que no te hace bien.
Ella me mira como si yo tuviera alguna culpa que sin duda tengo y se lo lleva, lo saca de la vieja cancha despoblada para que vaya a saludar a alguien que se va o se sume para la foto con la nieta que -lo sé- no le interesa. El veterano me mira resignado.
-Ha sido un gusto.
Asiente y se lo llevan. Apenas se resiste.
Me quedo solo y guardo las viejas revistas que han quedado abiertas sin pudor ni consuelo. No es cuestión de que cualquiera meta mano ahí. Después busco mi propio abrigo y escucho los ruidosos comentarios del living. Me imagino que para las fotos familiares el viejo se debería poner una remera grande con la letra A de Abuelo, para que al menos alguno pregunte quién es.Pero no me quedo para verificarlo. Me basta con sentir o imaginar que he conocido al último entrenador.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Roger Federer

La Gran Willy, por el Gran Roger, en plena semifinal del US Open. Es muy probable que Federer desdibuje en su memoria varios de los innumerables torneos que ha ganado antes de olvidar esta jugada.

sábado, 19 de septiembre de 2009

Mendigo de Buen Fútbol

Han pasado los años, y a la larga he terminado por asumir mi identidad: yo no soy más que un mendigo de buen fútbol. Voy por el mundo sombrero en mano, y en los estadios suplico: “Una linda jugadita, por el amor de Dios”. Y cuando el buen fútbol ocurre, agradezco el milagro sin que me importe un rábano cuál es el club o el país que me lo ofrece.
Eduardo Galeano

viernes, 11 de septiembre de 2009

“El Monito”, de Roberto Fontanarrosa

A Osvaldo Ardizzone.
Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite, que no es vergüenza llorar cuando las lágrimas tienen la pureza recóndita de aquello que llega desde el corazón, que no quiere aflojar ante terceros. Tal vez, pibe, tal vez, Monito, son las mismas lágrimas que, años atrás, no tantos quizás, usted tuvo que enjugar con el revés de la mano sucia de tierra en el fondo de la casita del patio con geranios y malvones de barrio Arroyito. Tal vez son las mismas lágrimas vertidas por la rabia, la impotencia, la vergüenza, ante el coscorrón justiciero de su viejita laburante cuando usted no llegaba a la hora establecida para tomar la leche.
¿Cómo iba a entender su madre, Monito, aquel cariño entrañable por la pelota de fútbol, que lo mantenía lejos de la casa, demorado, en ese romance infantil con la de cuero, en los yuyales sabios del campito que no sabía de redes ni de cal, tras de la vía? ¿Cómo podía entender su viejo, pibe, su viejo, don Telmo, el genovés terco de canzonetta y nostalgia, su noviazgo purrete con la de gajos y ese lenguaje dulcemente nuestro de los túneles, la pisada, el chanfle, los taquitos y la rabona? Porque no era, no, una piba quinceañera, rubia y pizpireta, de ojos celestes como los de la pulpera de Santa Lucía, lo que a usted le impedía volver en el horario, a gritos reclamado por su madre. No era, no, Monito, el despertar púber del primer amor enredado en los últimos giros de un trompo o en la galleta enojosa del hilo de un barrilete, el que lo hacía terminar los deberes de la escuela a las corridas y escapar luego, gorrión ansioso, pájaro encendido, hacia la complicidad abierta de la calle, el griterío alborozado de los pibes y el llamado seductor de un taconeo. No, Monito, lo suyo era más simple, como son simples las cosas que nacen del corazón y eluden las frías especulaciones de la mente. No. Lo suyo era tan sólo la caricia tierna de la capellada de su botín zurdo en la pelota, el toque, la volea, la suela que aprieta el fútbol indócil y lo convence, lo persuade, lo amaestra. Lo suyo era el amague, el pique corto, el freno seco, y el pecho amigo para que allí se durmiera la bella amada cuando caía desde el cielo como un globo cansado de volar sin rumbo cierto. ¡Mire qué fácil, pibe, que era aquello! De la misma forma en que el amor, el puro amor, se presenta, florece y crece como una flor nocturna, como un clavel del aire brotado en la luminosidad escasa de un pasillo, así creció en usted el sortilegio. Nadie le enseñó, como no se enseña el dolor ni la paciencia, ni se sabe de dónde surge el gusto por silbar o el de hablar bajo. Usted ya lo traía impreso, se lo digo, quizás desde el fondo de la historia de ese barrio que ha visto nacer a tantos ídolos y guarda en el aire la vibración, el eco, el reverbero de mil goles gritados en la tarde, atronando el cemento, quebrando la quieta y asombrada calma de su río. O lo aprendió como se aprenden estas cosas, mirando a los demás, tratando de atrapar con ojos asombrados el misterio metafísico del chanfle, la secreta ley física que hace que el balón vaya hacia allá y dé una vuelta. Por eso, por todo eso, pibe, no se inquiete si lo ven aflojar y su mirada se empaña como el cristal de una ventana cuando recibe el tamborileo sonoro de la lluvia. No. Llore Monito, llore. Usted puede. A usted se le permite.
Así lo soñó usted tal vez, un día, allá, aferrado a la almohada confidente de su cama, en la casita del patio con geranios y malvones, alguna de esas noches de verano cuando el calor aprieta y el sueño viene:
Ya está el mago de varita presta. Ya está el ilusionista sutil que hace creer en cosas que no existen y miente que en el dorso de su mano se ocultan pañuelos, palomas y barajas. Está en el medio de la cancha y su eterna enamorada, la pelota, parece que se ha ido y está inmóvil, simula emprender vuelo y no se aleja, o bien hace creer que se le escapa pero vuelve bajo la presión apenas ruda de la suela. Ahora el estadio enmudece, el mago muestra el juego. El Monito arranca y empieza el toque, el pelotazo sabio, el amague que argumenta una cosa y dice otra. De la zurda precisa del insider brotan conejos, luces multicolores, toques lujosos, las dos cortas sabidas y una larga, la cabeza alta, el ojo inquieto. El público se deleita. Ya la metió de nuevo bajo el pie, la mostró, “ahí la tenés, es tuya” ha dicho, pero no está más, la sacó, la puso en otro lado, la cambió de lugar, la amarreteó de nuevo. Allá está el compañero, el wing derecho, no lo ha visto, pero gira y le pone el pelotazo desde cuarenta metros, en el pecho. Sólo faltan los clarines, los clarines, las fanfarrias, el galope incesante de los corceles blancos girando en torno de la cancha y las ecuyeres de pie sobre sus ancas.
Así lo soñó usted, tal vez, un día, Monito. Ya el espectáculo termina y, a pesar de la magia del insider, a pesar de sus moñas y regates, pibe, a pesar de las cuatro pelotas de gol que usted puso en los pies del centrofoward, el partido se agosta en la chatura aburrida del empate. Pero faltaba, nomás, la carcajada. El cierre magistral, la pincelada justa que el artista deposita por fin sobre la tela e ilumina el azul, aviva grises y ruboriza la macilencia de los sepias. Faltaba nomás, la carcajada. Ese balón que llega de atrás, como un balazo. El pecho receptor del entreala tan afecto a refrenar, mullido, el rebote previsto de la bola. Ya empieza la danza, el giro sobre un pie para enfrenta el arco y el resbalar mansamente de la globa del pecho a la rodilla y de allí al suelo. Allí, en la temible ferocidad del área, allí, donde la puerta de las dieciocho se convierte en muralla pertrechada, donde hay piernas, codos, tapones alevosos y guadaña, allí la puso en el piso el entreala. Allí, en esa media luna, en lo que algunos llaman la empanada, allí donde uno se olvida de la novia, del primer amor, de lo aprendido en la escuela, de la Vieja, “vení conmigo” le dijo el Monito a su amiga del alma. Y se metió en el área con pelota dominada.
No sé si hubo un caño o fueron cuatro. Quebró la cintura, pisó el cuero, pareció en un momento que pateaba, se le vinieron dos, se cerró el cuatro pero el Monito la llevaba atada.
Tal vez ya no me acuerdo, decime vos si miento, pero quedó frente al arquero y la puso en un rincón, de cachetada. No el cachetazo mordaz, el del reproche, sino el empujón cordial, el que te aprueba, la palmada que se le da a un pibe y se le dice “cruzá que yo te miro”. La pelota entró pidiendo permiso y ni tocó la red de puro cauta. Luego, el pibe se fue hasta su tribuna y adentro de su puño apretó el gol, lo abrió de golpe y fue otra vez paloma y carcajada.
Llore Monito. Así lo soñó usted tal vez un día, en la casa de malvones y geranios del barrio Arroyito. Y se quedó en sueño nomás, no se dio nunca.
—¡Tan bueno que parecía de purrete! Nunca llegó a jugar ni en la tercera. Y en el equipo que se arma en la oficina a veces lo ponen un rato y otras, nada. Está gordo, pibe, algo pelado. Y me han dicho que ni va a la cancha.