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sábado, 25 de agosto de 2012

La Mancha-Caño

Apenas sonaba el timbre del recreo, casi todos salíamos corriendo como locos hacia una de las esquinas del patio, muy cercana a nuestro aula. En ese vértice se erigía desde el piso hasta el techo un caño de desagüe de unos 30 centímetros de diámetro pintado de amarillo brillante. Lo único que me importaba era llegar entre los primeros para sujetarme bien fuerte de su áurea estructura con manos y piernas, como si mi vida dependiera de ello. Mi cuerpo se volvía una serie de candados de acero y, sobre todo, un eslabón más de una cadena de niños que se engarzaba a partir del caño para darle inicio a la mancha que llevaba su nombre.

La Mancha-Caño era sin dudas el juego más intenso que los chicos de primaria podíamos compartir todos los días. El que llegaba último a agarrarse del Caño -o de otra persona, o de dos personas a la vez, o de lo que fuese- tenía la desgracia de ser la Mancha y su objetivo entonces era el de desprender uno por uno a los que conformábamos aquella maraña humana. Pero lo más inquietante del juego consistía en que quienes eran separados se convertían también en Mancha, es decir, cambiaban inmediatamente de equipo. En consecuencia, poco a poco las fuerzas se iban nivelando hasta que volvían a desequilibrarse pero en favor de las Manchas, que ganaban la partida recién cuando separaban del Caño al último que quedaba aferrado.

Recuerdo que muchas veces no podía llegar entre los primeros. Todavía puedo distinguir en mi memoria el esfuerzo en los rostros de mis compañeros al desvivirse por eternizar aquel enlace solidario. Aún permanece en mi espalda el escalofrío de convertirme en el último jirón de la red humana, en el próximo objetivo de las Manchas perseverantes, e incluso de quien hasta hacía un instante se agarraba de mí desesperadamente porque era su última esperanza.

¿Cómo no trazar ahora a la distancia innumerables analogías? ¿Cómo no reflejar en cada recreo a la sociedad entera? ¿Con cuánto denuedo las clases más bajas hacían lo imposible para escalar posiciones y, por qué no, llegar a rasguñar algo del metal dorado que tanto atesoraban las clases más altas? ¿Por qué tarde o temprano comprendíamos que todos resultábamos indispensables a la hora de resguardar lo que habíamos logrado? ¿Cuánta importancia tenía entonces que nadie se quedara fuera del sistema? ¿En qué otro juego el Capitalismo y el Socialismo podían representarse con tanta fidelidad?

Pasó el tiempo, y con los años me llegó el turno de acceder a la tan anhelada canchita de fútbol (la de verdad, no las que inventábamos en cualquier lado) y también a la elegante mesa de ping-pong de mi escuela primaria. Vinieron juegos nuevos y algunos otros fueron quedando de lado. Pero jamás hubo ninguno como la Mancha-Caño. Nunca me sentí tan desesperado por formar parte de un equipo, ni hice tanto por incorporar a quienes deseaban unirse al mío.

He tirado infinidad de paredes en fútbol, he realizado muchísimas cortinas en básquet y varias veces me he ido al mazo en tercera con el ancho de espadas sabiendo que mi pareja se guardaba el de bastos para rematar al final. Sin embargo, en ningún juego me sentí más hermano de mis compañeros que en la Mancha-Caño. No sé quién fue el genio que la inventó, pero no encuentro otra manera de agradecérselo con todo mi corazón. Así aprendí cómo el interés individual puede fusionarse con el colectivo para constituir un poderío magnánimo e incomparable. Ahí, en esa inolvidable esquina del patio de mi escuela primaria, ayudar al otro era incluso mejor que ayudarse a sí mismo.