El principio de una nueva temporada, la apertura inicial de un libro, el primer día de clases, descubrirse perdidamente enamorado, el comienzo de un partido, la llamada que confirma un nuevo empleo, el arranque del motor antes de que la luz se ponga verde, el ingreso a una sala de parto, entre tantos otros, son instantes sencillamente invaluables. Parecidos, aunque incomparables entre sí. Eternos y fugaces al mismo tiempo. Sin dudas, son los que le dan sentido a nuestras vidas, los que nos ponen en la mano la pluma humedecida con la tinta indeleble que escribirá nuestra historia. Todos, naturalmente, anhelamos con todo el corazón vivir -o incluso volver a vivir- alguna de estas deliciosas experiencias al adivinar que quizás no se encuentren a la vuelta de nuestra cotidiana esquina.
Sin embargo, muchas veces preferimos la tranquilidad que nos brinda lo seguro, lo inmodificable para bien o para mal. Resulta muy saludable mirar hacia atrás para ver desde otro lado el camino recorrido, aunque a veces ese parate también nos hace dar cuenta de lo mucho que nos costó transitarlo. En realidad, la del pájaro en la mano no es tan mala idea, después de todo. Se necesita mucho coraje para echarlo a volar, con la esperanza de que la suerte haga caer la bolilla exactamente en el casillero elegido, y no en el de al lado.
Por eso, ahora, cuando el árbitro se lleva a la boca el silbato para dar el pitazo inicial, quiero ponerme de pie y levantar la copa por los que arriesgan lo poco que tienen sabiendo que tienen mucho para perder. Por los que desatan una carcajada en la mismísima cara del miedo. Por los que disfrutan por anticipado de esos pequeños milagros que suceden de tanto en tanto, por los que se levantan con la certeza de que el día que tienen por delante no va a ser como los demás, por los que se dan el lujo de sentir ese incomparable cosquilleo en todo el cuerpo, justo en ese instante antes de empezar.
Sin embargo, muchas veces preferimos la tranquilidad que nos brinda lo seguro, lo inmodificable para bien o para mal. Resulta muy saludable mirar hacia atrás para ver desde otro lado el camino recorrido, aunque a veces ese parate también nos hace dar cuenta de lo mucho que nos costó transitarlo. En realidad, la del pájaro en la mano no es tan mala idea, después de todo. Se necesita mucho coraje para echarlo a volar, con la esperanza de que la suerte haga caer la bolilla exactamente en el casillero elegido, y no en el de al lado.
Por eso, ahora, cuando el árbitro se lleva a la boca el silbato para dar el pitazo inicial, quiero ponerme de pie y levantar la copa por los que arriesgan lo poco que tienen sabiendo que tienen mucho para perder. Por los que desatan una carcajada en la mismísima cara del miedo. Por los que disfrutan por anticipado de esos pequeños milagros que suceden de tanto en tanto, por los que se levantan con la certeza de que el día que tienen por delante no va a ser como los demás, por los que se dan el lujo de sentir ese incomparable cosquilleo en todo el cuerpo, justo en ese instante antes de empezar.
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